Tarde de libros en el Gran Splendid

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Enero en Buenos Aires. La ciudad es vivible aun en Santa Fé y Callao a las siete de la tarde. Pero el tránsito en hora pico sigue siendo un riesgo. Me zambullo en la librería.
Merodeo entre las estanterías, elijo algunos títulos y me siento en el bar que era escenario para tomar un café, hojear los libros y quedarme con alguno.
La música suave del piano llega desde el rincón, los libros están sobre la mesa y yo conmigo. Sublime.
Unos minutos después se pudre todo. Llegan dos mujeres producidas como de treinta y pico, con DNI rozando los cincuenta, ocupan la mesa vecina y destruyen la paz de los alrededores.
La que está frente a mí (bastante feúcha), le cuenta a la que me da la espalda sobre los problemas de pareja de una amiga en común a la que, de paso, le sacude el diagnóstico de neurótica.
–Ahhh. –Dice en tono de hallazgo. –Igual que Vicky. La amo pero hace siglos que no la veo. La sigo por facebook.
Y vuelve a la neurótica I.
–Nada –Dice. –Que está viviendo con él porque es el ancla, pero que en realidad no sabe si eso es lo que quiere.
Ya no hay lugar en mi cerebro para buscar otras realidades entre las páginas de los libros. La imagen de una mujer en pareja con un ancla, ocupa todo.
Pienso que será una relación incómoda, fría y dolorosa. Entiendo las dudas de la neurótica, pero no puedo avanzar mucho en mis elucubraciones. El teléfono móvil de la feúcha, con un ringtone postulado para el primer puesto de la categoría repugnante, logra cerrarle la boca. Lo levanta, lo mira y se lo muestra a la silenciosa.
–Hablando de Roma. –Dice, y toma la llamada. –Mariela ¡Mi amooor! Estoy con Pato en el Splendid tomando una café ¿Cómo estás? Nos vemos mañana al mediodía ¿Cierto? Tengo millones de novedades que contarte.
Le diría que para mañana sólo le van quedar unos miles, que el resto se las está contando a todos los que estamos sentados a diez metros a la redonda, y contemplo como la tal Mariela, la neurótica, que pretendía hablar, está pagando la llamada para escuchar.
Se acerca el mozo. –Buenas tardes ¿Qué le traigo?
–Un lanzallamas. –Le digo. El tipo abre grande los ojos y me mira fijo. Quiere saber si estoy loco o lo estoy cargando, pero no le doy tiempo a definir.
–No lo tome a mal. Pero tengo una duda. Si además de un cortado largo le pido que le sacuda la bandeja en la cabeza o le meta una servilleta en la boca a esa mina insoportable ¿Lo incluye en el precio del café o va como parte de la propina?
–La hacemos más fácil. –Dice sonriendo. –Se cambia de mesa, y me señala una
Me mudo a tres mesas de distancia de la feúcha que ahora me da la espalda. Frente a mí, tengo a la otra mina, que escuchó mi conversación con el mozo. Nos miramos, me dedica una sonrisa cómplice, mira con fastidio a la feúcha, se levanta despacio y enfila hacia mí, más despacio todavía.
Un metro setenta, pelo corto, no más de sesenta kilos distribuidos con armonía por todo el cuerpo, remera y calza ceñidas, un himno a las curvas. Se mueve como una pantera. Siento que los pelos de la nuca están tomando decisiones propias.
La mina sigue caminando y se manda para la librería. Pasa delante de mí como si no existiera.
El mozo llega con el cortado. La feúcha autorreferencial sigue hablando por teléfono y yo me pregunto cómo puede ser que en diez minutos pasé de la placidez a la bronca, de la bronca a la expectativa, de la expectativa a la decepción y de sentirme decepcionado a sentirme un pelotudo.
El café tiene gusto a gomalaca y los libros que elegí son una soberana gansada. Pago y me voy.
Sospecho que no hay nada mejor en Buenos Aires que el tránsito de la hora pico.
Te focalizas y gastas adrenalina en una sola cosa: putear a todo lo que te rodea para llegar a casa liberado de tensiones.

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